31 de marzo de 2010

Los tres puentes de Filardia

Indingo, capital de Filardia (antigua Hergesia), en el suroeste del continente africano, es atravesada por el ancho y pacífico río Rumbia, que parte en dos mitades la ciudad (millón y medio de habitantes cada una). Tres puentes comunican ambas orillas: recios y ligeros, imperceptiblemente combados por encima de las aguas, han sido dotados de cuatro vías en ambas direcciones para aligerar el tráfico rodado. El paso de un lado a otro debería ser, pues, rápido y seguro y la comunicación entre los dos sectores de la ciudad fluida y sin interrupciones. Sin embargo no es así. Los europeos que regresan de Indingo relatan con asombro que la superficie de los tres puentes está parcialmente cubierta de autómoviles abandonados,en mayor o menor grado de oxidación, que dificultan la circulación; en medio de la chatarra y contemplando tan peregrino espectáculo, enormes aves ictiófagas agitan perezosamente sus alas bajo el sol tras una rápida incursión en el río: afilan sus picos contra la chapa muerta, produciendo una especie de ruidosa disnea, muy gutural, como de serrucho, y devoran pececitos coleteantes entre continuos y siempre inesperados graznidos, muchos más potentes que los bocinazos ansiosos de los automovilistas. Según todas las descripciones, se trata de un ave del orden de los lamellirostres, la Mammosa túmida, comúnmente conocida en Filardia como "segueta" (al-jarají en la lengua filardiana). En pocas generaciones, la alteración en su hábitat natural les ha proporcionado, al parecer, un medio mucho mejor adaptado a las necesidades de la especie; próximas a la extinción a principios de siglo, su número aumenta hoy en proporción al de los automovilistas que se acumulan sobre los puentes del río Rumbia. Se ha acostumbrado a anidar y reproducirse en los coches y los indinguenses que cruzan de un lado a otro, a través de una vía cada vez más estrecha, lo hacen además en medio de un hedor insoportable de pescado podrido, asaeteados por los reflejos cegadores refractados por la chatarra recalentada y aturdidos por el continuo serrar de las seguetas. sus rechinos de satisfacción y las nerviosas bocinas de los automóviles. El excremento de las saguetas, por otro lado, produce sobre la chapa un cardenillo de un rojo muy vivo y como tornasolado y despide emanaciones venenosas. El hecho de que la mayor parte de los habitantes de un sector trabaje en el otro, obliga al 77% de los indinguenses (conforme a las últimas estadísticas no oficiales) a atravesar al menos dos veces al día este infierno, cuyo alboroto polifónico (el frotamiento de los picos contra la carrocería, los graznidos, los bocinazos) no se interrumpe un solo instante a los largo de la jornada y se puede escuchar a varios kilómetros a la redonda.



A ningún indinguense se le ocurrirá jamás reparar su automóvil y, cuando se les avería en plena marcha, lo abandonan allí donde se ha detenido. No es que ignoren los principios de la mecánica; algunos indinguenses emigrados, bien al contrario, han llegado a ser hábiles mecánicos en los países vecinos, pero en Filardia son considerados con deprecio y a veces, entre las clases menos cultas, con temor. Un turista alemán al que un grupo de campesinos filardianos sorprendió en las primeras estribaciones del monte Tubún, al norte del país, cambiando el aceite de su jeep, tuvo que ser defendido por la policía, que llegó a tiempo de impedir su linchamiento y que sólo le dejó ir después de advertirle de las consecuencias de una eventural reincidencia en parajes más apartados de la civilización. La lengua filardiana conoce toda una serie de expresiones,más o menos metafísicas, para referirse a los distintos desarreglos que puede sufrir un automóvil sin dejar por ello de funcionar. El reverendo padre Bandin,que ha vivido entre los indinguenses durante más de veinte años, ofrece algunos ejemplos en un libro de memorias de reciente publicación (1990). Cuando su coche sufre un pinchazo, el indinguense explica "El apid (abuelo) Viento ha encontrado una salida y puede dejar de rodar sobre sí mismos", y continúa pacientemente su camino entre rituales invocaciones a los antepasados. Si una bujía sucia sofoca las revoluciones del motor, entrecortando la marcha, el indinguense se aclara la garganta en un elaborado carraspeo, escupe a través de la ventanilla y exclama: "Se le ha metido un mit-mat (genio juguetón) en las amígdalas." Si el freno pierde repentinamente las zapatas, el indinguense invoca alegremente al cielo: "Que también recupere yo mi primera libertad en el banquete de los antepasados." Finalmente, cuando el automóvil sufre una avería más seria y se niega a seguir rodando, dice: "El movimiento es un milagro y a veces Urgo se cansa"; musita luego una jaculatoria, abandona el coche allí donde se encuentre y continúa su camino a pie o en otro automóvil que circule en la misma dirección.

Filardia -se comprenderá- es, en términos absolutos, el mayor importador de automóviles del mundo. Este caso excepcional ha sido reiteradamente utilizado por algunos pensadores marxistas para cuestionar la rígida ortodoxia que descubre por todas partes una relación meramente especular entre la infraestructura económica y la superestructura ideológica. Ernest Fielkraut escribe respecto a la sociedad indinguense: "Si el individuo de las sociedades más avanzadas se ve constreñido a una permanente renovación mercantil en virtud de la ideología capitalista del mercado (una violación privada que sufre el desprestigio del uso), el nativo indinguense asegurará esta necesidad capitalista en nombre de representaciones colectivas que hunden sus raíces en órdenes de producción muy remotos. En Occidente, el capitalismo funciona gracias a sus propias representaciones; en las sociedades subdesarrolladas, muchas veces y de un modo más eficaz, en razón de supervivencias precapitalistas. Aún más: el Tercer Mundo sólo se inserta en las relaciones económicas internacionales, y sólo puede hacerlo de un modo extremo, gracias a las supersticiones, los mitos y la religión. Si los indinguenses compran más automóviles que los americanos o los franceses no es porque tengan más "iniciativa privada"; es porque el dios Urgo impone a su uso un límite más estrecho que la propia industria."


Con una frecuencia realmente extraordinaria (tres veces más que en cualquier otro punto de la ciudad) los automóviles filardianos se averían sobre uno de los tres puentes de Indingo. Cuando el antropólogo inglés Henry Jenkins cruzó en su taxi el puente central del río Rumbia en la primavera de 1991, los automóviles ya sólo podían cruzarlo en una sola fila y en una sola dirección a través de un estrecho pasadizo abierto entre dos masas de coches abandonados. Más de tres horas tardó el investigador de Oxford en llegar a la otra orilla. A un lado y al otro del taxi detenido, miles de enormes pájaros aleteaban sobre las carcasas fuliginosas frotándose los picos contra los guardabarros y emitiendo trágicos graznidos entre asfixiantes vaharadas de corruptela y oxidasa que apesantaban la respiración. Prenguntado acerca de las causas de esta extraña costumbre, el conductor (treinta y dos años, graduado escolar, casado) recordó un viejo mito filardiano:

"Cuando el dios Urgo creó el primer coche, el hombre aún no existía. Los días estaban naciendo y todas las cosas eran más grandes y más fuertes: había casas de trecientos y cuatrocientos pisos que se alzaban hasta el cielo como el kabiz (miembro viril masculino) de un gigante. Los puentes eran más grandes y más fuertes: habia miles de puentes que atravesaban los ríos, los mares y los océanos como el telar de la robasura (araña negra). Las grúas eran más grandes y más fuertes: había miles de grúas que con sus garras de hierro, día y noche, noche y día, removían la tierra como la pezuña del atebús (búfalo) cuando se enfada.
El dios Urgo creó el primer coche y el hombre aún no existía. Creó luego otro coche y otros muchos coches, rojos y verdes y negros, y el dios Urgo les dijo: "Vivid en la ciudad". Y los coches vivieron en la ciudad. Los días estaban naciendo y el origen estaba tan cerca que no había mit-mats que anidaran en los motores ni guininas (malignas féminas invisibles) que tosiesen en el carburador. Todo eso vendría luego, con el hombre. Los coches, en esos primeros días, corrían desbocados por la ciudad como brims (potros) salvajes. Corrían completamente desbocados, corrían enloquecidos, corrían fuera de control; corrían por las calles como el perro que rabia; corrían por los parques como serpientes que escapan; corrían por los puentes como el rayo que se retuerce. Asustado, el dios Urgo creó el semáforo., el dios Urgo creó la señal de tráfico, el dios Urgo creó la línea continua y la línea discontinua. Pero nada podía retener a los coches: corrían y corrían desbocados, corrían enloquecidos, corrían fuera de control como brims salvajes.

El dios Urgo creó entonces al hombre para limitar la circulación de los coches, para ordenar su movimiento, para frenar sus ruedas. El dios Urgo creó al hombre para que condujera el coche y el hombre así lo hizo. Pero el hombre creó a su vez reglas y lo desordenó todo en todas partes: creó palabras para producir malentendidos, creó el matrimonio para producir divorcios, creó la medicina para producir agonías. El origen quedó atrás y los días ya no fueron antiguos. Y el dios Urgo se arrepintió y durante diez días tuvo dolor de muelas.

Y los coches también eran infelices. No les gustaba ser conducidos, no les gustaba ser limitados, no les gustaba que el hombre frenase sus ruedas. Eran muy infelices. Así que decidieron enviar a uno de ellos al dios Urgo, en lacima del monte Tubún, para pedirle que les librase de los hombres. "Líbranos de los hombres", dijo, y el dios Urgo les compadeció. Pero el dos Urgo había perdido el poder sobre el origen; ya sólo tenía poder sobre los límites. "No puedo hacerlo", confesó, "el origen ha quedado atrás y no puedo crear como en los días nacientes: cada vez más pequeño, cada vez más débil, cada vez más feo, sólo así puedo crear." Y el dios Urgo lloró como un árbol rajado; y el coche lloró también como un árbol rajado. Y el coche dijo: "Danos al menos algún consuelo". No podemos soportar esta vida." Y el dios, que les había compadecido, se retiró a la cima del monte Tubún, donde habita el kich (oso), y pensó durante diez días. Y durante los diez días en que el dios pensó, estuvo lloviendo sobre la ciudad.

Dios creó entonces los mits-mats que anidan en los motores y las guininas que tosen en el carburador. Luego llamó a los coches y les dijo: "Morir moriréis. Seréis conducidos por los hombres, seréis frenados por los hombres, pero no para siempre. Morir moriréis: ése será vuestro consuelo". Y los coches sintieron un gran alivio.

Los coches habían sido creados cuando los días estaban naciendo y, antes de que el dios Urgo crease los mits-mats y crease a las guininas, eran inmortales. Por eso los hombres, al enterarse de todo lo que había hecho el dios, se enfadaron mucho. De pronto, sobre todo en los puentes, los coches se quedaban parados: hipaban, dejaban de rugir y se quedaban parados. Y poco a poco los hombres empezaron a quedarse sin coches que conducir.

Un día, el apid Urongo, antepasado de los hombres, intentó devolver su coche a la vida después de ocultarse tras un árbol junto al río Rumbia. Pero el al-jarají que pasaba por allí lo descubrió. Alejó a picotazos al apid Urongo, antepasado de los hombres, se posó sobre la carrocería afilándose el pico amenazadoramente contra la chapa y comenzó a graznar avisando al dios Urgo. Desde entonces, las seguetas protegen a los coches muerto contra los hombres, que quieren devolverlos a la vida. Desde entonces, los indinguenses compran sus coches en América."

Curiosamente -sigue relatando el antropólogo inglés Henry Jenkins-, apenas concluyó el taxista su versión del mito (que coincide en lo esencial con otras versiones recogidas por Evans Pritchard y Radcliffe), el taxi en que viajaba se caló repentinamente y no hubo forma de ponerlo de nuevo en marcha. El conductor dijo: "El movimiento es un milagro y el dios Urgo a veces se cansa", y sin la menor muestra de fastidio salió en medio de las seguetas y las emanaciones, bajo un sol de plomo. Es así como Henry Jenkins vivió personalmente el bloqueo definitivo del puente central de Indingo sobre el río Rumbia. "Lo que más me asombró", escribe el investigador, "fue ver, desde la camioneta en que nos habíamos refugiado, una enorme segueta volar desde el río y posarse sobre el automóvil que acabábamos de abandonar, como para hacerse cargo de su muerto, entre graznidos y frotamientos de pico, mientras miles y miles de indinguenses, atrapados sobre el puente, dejaban a su vez sus automóviles, niños y mujeres y viejos también, y en el más completo silencio, entre la chatarra o sobre ella, sin golpes ni agitaciones, se dispersaban en ambas direcciones. Y unos minutos más tarde, el puente entero se había cubierto de seguetas: las bocinas habían callado y todo en el aire algodonoso de Indingo, casi de noche, era un perpetuo serrar y graznar."

¿Qué pasará cuando los otros dos puentes de Indingo sobre el río Rumbia queden igualmente bloqueados? El taxista, al despedirse, dio a Jenkins la siguiente respuesta: "Tal vez el dios Urgo cree otro puente, aunque sólo sea uno y más pequeño. porque los días son modernos y el origen está ahora tan lejos como un hombre lo está de otro hombre. Pero tal vez no lo haga. Será su voluntad. Entonces Filardia se dividirá en dos países, al este y al oeste del río Rumbia. Los nuevos gobiernos crearán nuevas reglas, nuevas leyes, prohibiendo los contactos entre los dos pueblo así separados. Los nuevos gobiernos enviarán guardias a las orillas del Rumbia para impedir que los dos pueblos se reúnan de nuevo usando tablas y botes y barcos. Los nuevos gobiernos respetarán el bloqueo de los puentes de Indingo. Y los coches, como siempre, los seguiremos comprando en América..."

Santiago Alba Rico. Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado.
Anagrama (1995)

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